Social Research & Consultory

Desde donde estamos, hacia donde iremos, no vamos solos. Generamos en cada momento conciencia, nuestra marca es nuestra ética. Nuestro mayor beneficio generar el bien común. El mío mediante las letras...

domingo, 3 de diciembre de 2017

Refracción y Reflexión.
“La catedral es tu cuerpo...
eras verano y mil tormentas, yo
el león que sonríe a las paredes
que he vuelto a pintar del
mismo color”. 
- La chispa adecuada, E. Bunbury-.

Lara llegó a Madrid desde Zaragoza con 18 años. Al mes de cumplir la mayoría de edad decidió dejar la casa de su madre y aventurarse a la capital; su sueño, entonces, era ser actriz. Los padres de Lara eran jóvenes cuando se conocieron y ella fue fruto de un tierno y bohemio amor. Miguel, su padre, daba clases de dibujo a nivel secundario en un instituto público y por las tardes en una academia. Pilar, la madre, era enfermera en un hospital, con turnos rotativos y un sentido estricto del orden, para no perderse entre distintos tonalidades de la luz.

Lara se enamoró de Pedro al llegar a Madrid, vivió con él durante cinco años; después se enamoró de Manu un clarinetista francés, y paralelamente tuvo una conexión profunda con su vecina de Argentina a la que llamaremos María Paz. Las clases de teatro se llenaban de vino por las noches, y Paz y ella se curaban la resaca con una taza grande de café y chocolate al amanecer. Correr, para ir al trabajo de camarera, o de cuidadora de niños por la mañana. Volvía de diario a las noches de “El Chiscón”, un bar lleno de güiris y errantes. Lara llenaba con sus ojos y con su risa los agujeros de los estudiantes de intercambio beca-Erasmus que se alcoholizaban con música de Mano Negra o Los Rodríguez. Su piel blanca, sus labios rosas, su ternura chispeante, su chaqueta de colores y sus zapatos verdes.

Lara Larita, como le llamábamos dejó su sueño de ser actriz cuando en clases de Clown conoció a Bernard, un aficionado a payaso y físico molecular de profesión. Hicieron varias funciones juntos en escena con un grupo de estrellas fugaces de distintas latitudes del planeta. Es lo que tiene Madrid, un magnetismo para la lujuria, la gula, la pereza. No es casual encontrar al Bosco en el museo del Prado. Con Bernard coincidió en la risa, y estuvieron viviendo juntos durante cuatro años en un ático de la calle Torrecilla del Leal. Cada cambio de estación organizaban fiestas de disfraces. Una día llegue con maquillaje azul como si fuera una laguna, era práctico y un disfraz atemporal con ciertos accesorios; aquella vez me puse flores en la cabeza, de las que venden en los bazares de los chinos. Era primavera.

La naturaleza nos ofrece la sabiduría de la transformación. Lara amaneció un día con los ojos llorosos, un vaso vacío en la mano derecha que olía a alcohol, sentía que se ahogaba. Con Bernard aprendió francés y la Ley de Snell, de la refracción.

La refracción es el cambio de dirección que experimenta una onda al pasar de un medio material a otro. Sólo se produce si la onda incide oblicuamente sobre la superficie de separación de dos medios, y si éstos tienen índices de refracción distintos.Es decir, la refracción se origina en el cambio de velocidad de la propagación de la onda, cuando pasa de un medio a otro. El índice de refracción relaciona la velocidad de la luz en el vacío con la velocidad de la luz en el medio. Cuando un rayo de luz se propaga en un medio con índice de refracción incidiendo con un ángulo sobre la superficie de un medio de índice puede reflejarse totalmente en el interior del medio de mayor índice de refracción, a este fenómeno se le conoce como reflexión interna total.

Una vez comprendida dicha ley, Lara no volvería a ver del mismo modo los arcoiris desde la terraza del ático de Torrecilla del Leal. La rutina del amor se instaló en la velocidad del estrés: trabajar de camarera, clases de francés, ir al supermercado, llegar a fin de mes. Mientras que Bernard escuchaba complacido el Summertime de Ella Fitzgerald y agitaba su vaso de whisky con hielos Lara soltó una lagrima en la cocina mientras cortaba queso para cenar.

Un día de abril, cuando todavía amenazaba el imprevisto de la lluvia, Lara larita llamo a su madre, a su padre y a su prima Monica. Les dijo que se marchaba a Canarias para encontrarse consigo misma. Bernard, que por entonces era investigador asociado en el instituto de Física de la Complutense, perdió su última carcajada cuando vio a Lara con sus zapatos verdes y su maleta llena esperanzas. Se abrazaron y lloraron en abril, ella no quería pasar un verano más en Madrid.

Lara tuvo la fortuna del que no busca, entre todas sus posibilidades consiguió una plaza de interina en un instituto de Lanzarote, como profesora de francés. Su padre fue a visitarla alguna vez con una rica trenza de Almudévar, famosas en todo Aragón. Un día Larita se dio cuenta que le faltaba Península. Dejo su plaza como profesora y se volvió a Madrid. A punto estaba de morir en vida, porque ya no se hallaba ni aquí, ni allá. Habían pasado catorce años, toda una vida de aventuras.

Fue en el templo de Debod, en un atardecer del incipiente verano en junio que a lo lejos vio a Paz con Martina. Paz solía ir por las tardes a ver la puesta de sol con su hija Martina de tres años. Un sol que caía de manera cotidiana ofreciéndole seguridad, ante ese vacío que no lograba llenar ni con un carrito de bebé lleno de toallitas y leche en polvo, que algún día se acabarían, como se acaba la adolescencia. Paz había llegado a Madrid desde Buenos Aires, el mismo año que Lara, con el sueño de comerse el mundo como artista plástica. Yo todavía guardo uno de sus dibujos en mi cajón de tesoros. 
Paz y Larita habían encontraron química en la idea del amor romántico, alejándose una de la otra sin querer. En mucho tiempo no supieron nada la una de la otra. Paz era madre soltera, la niña nació en Bilbao, ahí tuvo una vida espléndida. Exposición de pinturas en algún festival alternativo de Guipúzcoa, mientras seguía limpiando mesas por las mañanas y diseñando logos para herbolarios o academias. He dicho que era junio, hacía un par de meses que Paz se había vuelto a la capital del reino para certificarse como instructora de Yoga. Encontró una casita pequeña con huerto en el Valle de Lozoya, donde pretendía abrir un centro cultural. Esa tarde no volvió sola, Larita volvió con ella y Martina, por fin: hogar.


Linda Acosta Rodríguez.


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