“Sólo lo real permanece,
Más allá de la materia
La esencia.”
-Linda Acosta-.
Tendría como nueve años, y la Remington era parte de la decoración de la casa, herencia en vida de mi abuelo a mi padre. Había un programa de Tv que se llamaba “Mi secretaría”, que yo observaba atenta, era 1984. A veces, iba a la oficina de mi Papá, donde escuchaba el ruidito de las máquinas Olivetti de las copistas. Tenía ganas de acariciar esas teclas. Como quién quiere aprender a tocar el piano, para mi la máquina de escribir era la seducción.
Hundí mis dedos de niña, largos y delgados que se atascaron por primera vez entre la “L” de mi nombre y la “K” de llave en inglés (key). Mi papá había puesto una hoja en blanco, y había dado mantenimiento en la máquina. La cinta de tinta rojinegra, como una bandera que esclarecía mi futuro intelectual. Roja y negra. Escribí mi nombre muchas veces, para reafirmar mi confianza. Tuve problemas con la “G”, la tecla estaba desgastada y había que darle bien fuerte para que marcará. RodríGuez, Guayaba, Guanabana, JorGe (mi abuelo), Gobierno, AboGado. Más no cedí y le di, y le di a la tecla. Ahí escribí mi primer poema, que era sobre el árbol de guayaba, el perro pequinés y los arcoíris después de la lluvia que podía observar desde mi columpio. Hice planas por recomendación de mi madre, lo cual me quito el miedo a sumergirme en los botones.
Cuando tuve 11 años, y entre a la secundaria escogí dibujo técnico, es decir, no hice “secretariado”, porqué la escritura para mi había que sentirla, sin prisas, creo nunca me gusto hacer dictados apresurados. Así que cargaba con la regla “T”, para todos lados, y con los estilográficos Staedtler. Me divertía trazar, me divierte hacer los planos de las miles de casas o ecoaldeas imaginadas, hasta con grafito. Más nada me hace tan feliz como teclear. Entonces, nos dejaban hacer escritos, no había computadoras domésticas en aquella época, llegaron más tarde, con 13 años tuvimos una IBM qué parecía descomunal y ahora me parecería un trasto de museo.
Volviendo a “la Remi”, tenía hartas ganas de tener una máquina más ligerita, qué pudiera llevar a la biblioteca pública “José María Pino Suárez”, construida en 1987, en Villahermosa, Tabasco. Y nunca tuve la Olivetti azul o verde. Tuve una infancia afortunada, en cuestiones materiales, así que me toco una máquina electrónica de la marca “Brother” que imprimía las letras gris plata. Yo miraba de lejos la Remington, donde mi padre y sus hermanos aprendieron a escribir; y sentía que la traicionaba. La electrónica era más ligera, no se me quedaba la mano atorada, ni los dedos rojinegros. No había que poner papel calca, o usar corrector. Porqué en la máquina electrónica ya venía integrado el borrador, que no dejaba manchones. La tinta me seguiría chorreando con los estilográficos Stadler al hacer mis planos, no es lo mismo. Dibujar es una extensión maravillosa de la imaginación y los sentidos; requería constancia cada trazo, cadencia. Con las teclas, como con un bolígrafo, una aprende a respirar. A valorar los suspiros, a encontrar los silencios, a pausar, a meter la cabeza y el sentimiento, la nariz, los oídos y los sabores en letras.
Aunque los artilugios de escribir han recorrido largo camino en el desarrollo del lenguaje, fue hasta el siglo XVIII que empezaron a fabricarse los primeros artefactos para los escribas, o legalistas. Y, hasta finales del siglo XIX qué Christopher Sholes desarrolla el teclado QWERTY con Remington and Sons (fabricantes de armas), pasando a desarrollar la Remington Typewriter Company (RTC) para expandir las máquinas de escribir en oficinas y dichosos hogares. Posteriormente, la RTC pasará a fusionarse en 1927 con Rand Kardex convirtiéndose en Remington Rand, quién apostaría por productos de cuidado personal. Sí, me siento afortunada sucesora de ese pedazo de la memoria y la invención.
Me ha sucedido meterme en la historia, mientras escribo, llorar y llorar. Sentir que en cada letra el mar de la tristeza me poseía; y después quedarme atorada en una frase, y limpiarme las lagrimas, ponerme racional, buscar sinónimos y etimologías. Servirme un café, o un vino, o una infusión de hibiscos, o un vaso de agua; salir a caminar y volver, para terminar una frase. Académica, o poética, da igual. Es el universo del teclado, con todas las combinaciones posibles.
Me siento heredera legítima de esa Remington, fabricada en los años veinte del siglo XX. Muchas veces dije en casa “de herencia sólo quiero la máquina de escribir y los tomos de la enciclopedia de historia de México”. No me interesaba nada más. Luego me fui, y por mi vida han pasado decenas y decenas de objetos: máquinas de coser, cámaras fotográficas, máquinas de café, bicicletas, etc. A los objetos les doy las gracias por lo qué han dado a mi vida, pienso en las personas que diseñaron y las manos que ayudaron a la fabricación. No me aferro al objeto, soy más de ir a la esencia. Más, hoy quería contarles lo bello que es el Arte-facto que añoro, y que acaricio a escondidas de mi madre cada que voy a visitarla. No tendría donde llevarla, por mi estilo de vida, la sigo traicionando ahora con un MacPro, más ligero en la mochila. Cierro los ojos, me veo, batallando con la letra “G”, para darle siempre las Gracias a la ReminGton.
Linda Acosta RodríGuez.
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